Pingüino Marplatense.-


En uno de los tantos inviernos de Buenos Aires, mi abuela Estrella Rivera, aburrida de la ciudad me llevó
con ella a pasar los quince días de las vacaciones de invierno a la ciudad de Mar del Plata. Allá ella tenía un departamento a cinco calles de la playa y a dos del Casino.

Mar del Plata en invierno es otra ciudad muy distinta a la del verano. Había lugar para estacionar en cualquier parte, no había que hacer colas para hacer las compras, los precio eran otros a los del verano y los locales de flippers o maquinitas de juegos de video estaban casi todas libres.

Con tanto tiempo libre, a la abuela le pareció una buena idea comprarme un equipo de pesca para que solito me fuera hasta algunos de los espigones y aprendiera a pescar.

Y así pasó. A los pocos días ya sabía si pescar con línea de fondo para sacar corvina o tirar una línea con flotador para sacar pejerrey.
La corvina era ideal para trozar y hacerla a la cacerola con salsita de tomate, en cambio el pejerrey se abría al medio y se hacía frito.

En uno de los tantos días que pasaba pescando, vi como pingüinos llegaban a la costa a metros de donde yo estaba. No entendía bien porque se acercaban tanto y se quedaban en la playa cerca de la orilla.

Sin pensarlo dos veces recogí mi equipo de pesca y me lancé por un pinguinito que estaba a pocos metros míos.Cuando me le acerque por la orilla con intenciones de levantarlo el pingüino dio un saltito y volvió al mar. Era pleno invierno hacía mucho frío y yo estaba metido en el agua helada hasta las rodillas.

Un pescador con medio mundo me miraba desde la escollera y se reía al verme como empapado trataba en vano de atrapar al pingüino. En una de las tantas veces que intentaba agarrarlo y este se escapaba mar adentro, el pescador con el medio mundo logró levantarlo y me lo acercó para que por fin pudiera capturarlo.

Para mi sorpresa cuando lo sostuve en mis manos me di cuenta de que estaba cubierto en una sustancia negra y pegajosa, era petróleo. Me costaba mucho sujetarlo por la cantidad de petróleo que tenia por todo el cuerpo, así que me hice de unos diarios, lo envolví y me lo llevé para el departamento donde estaba la abuela. Ella sabría exactamente que hacer.

Llegando al departamento le mostré a la abuela lo que había encontrado y las condiciones en las que estaba. La abuela no se sorprendió para nada. Me comentó que era común que los pingüinos siguieran barcos pesqueros en busca de los desperdicios de pescado para alimentarse, pero algunos en vez de pesqueros siguen a buques petroleros y se impregnan de petróleo que les cubre todo el cuerpo y no les permite que los poros de la piel respiren y terminan llegando a la costa a morir.

Mi cara se transformó, en ese momento pensé que había traído al pingüino a morir al departamento, pero la abuela de inmediato empezó a darme instrucciones que instantáneamente me tranquilizaron.

Abre el agua de la bañera, baja el cepillo grande de espalda que hay en el baño y prende el calefón. Hay que bañar al bicho fueron las palabras de la abuela Estrella. En ese momento le pregunté si iba a hacer falta hielo a lo que la abuela me sonrió.

El pingüino ya estaba dentro de la bañera lejos de la canilla de donde salía agua fría, pero en cuanto el agua empezó a salir caliente el pingüino de inmediato se fue hacia la canilla. Era asombroso ver como se ponía debajo del chorro de agua bien caliente, como disfrutándolo. Después la abuela me explico que los pingüinos soportan el frío pero si les das a elegir prefieren el calor. Así que pusimos manos a la obra y durante una semana lo bañamos, se lo enjabonaba y se lo refregaba con el cepillo, de a poco fue quedando limpito y cada vez con menos petróleo pegado a su plumaje.

Después de bañarlo se lo secaba con su toalla y el pingüino se paraba frente a una estufa de resistencias, de las que se ponen roja y calientan mucho. Había que separarlo de la estufa porque se le quemaban las plumitas del pecho cuando se acercaba demasiado. Tuvimos que hacerle una especie de vallado para que no se acercara tanto a la estufa. Le encantaba el calor.

Después de bañarlo el primer día le pregunté a la abuela que le íbamos a dar de comer. De inmediato la abuela me dijo cornalitos. Vete y trae medio kilo de cornalitos. Y así hice, fui de inmediato a la pescadería y traje el medio kilo de cornalitos para el pingüino. Traté de darle los pescados para que los comiera, pero solo los sostenía por el pico unos instantes y los dejaba caer al piso como no sabiendo que hacer con ellos. La abuela que tenía una respuesta para todo dijo que era un pingüino bebé y todavía no sabía alimentarse solo.

Una vez mas sentí que todo se desmoronaba, el bichito no sabía comer y se iba a morir de hambre. Pero de nuevo me equivoqué. Que gusto me dio volver a escuchar a la abuela dar instrucciones aunque en este caso claramente dijo "Trae un lápiz del escritorio que le vamos a enseñar a comer a tu pinguinito"

Aparentemente la abuela ya había pasado por esto, se sentó, puso al pingüino entre sus piernas, con la mano izquierda le abría el pico y con la derecha primero le mostraba el cornalito, le enseñaba que iba la cabeza del pescado primero, se lo introducía por la garganta y se lo empujaba hasta el fondo con el lápiz. Después de repetir este proceso un par de veces el pingüino solito ya agarraba los pescados, los volteaba de cabeza primero y se los tragaba. Se volvió divertido el momento de alimentar el pinguino, le tirabas un cornalito desde dos metros de distancia y este los atrapaba los volteaba de cabeza y se los tragaba. Tranquilamente podría haber participado en las olimpíadas atrapando cornalitos.

Lo único preocupante eran las deposiciones del pingüino, si no se limpiaban de inmediato percudían todas las superficies. Concreto, madera, mosaicos, etc, todo queda marcado por el excremento o guano de pingüino.

Terminadas las vacaciones de invierno nos volvimos a Buenos Aires con la abuela, lo hicimos por tren y por supuesto que el pingüino vino con nosotros. Para transportarlo le compramos un bolso Adidas naranja y simplemente al momento de abordar el tren lo metimos y se quedó muy tranquilo en su bolsito.




Llegando a Buenos Aires con el pingüino, se lo presentamos a quienes serían sus compañeros por algún tiempo, dos perras Fox Terrier, dos gatitos callejeros, una cotorrita australiana, mamá, papá y mi hermano Gustavo.

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